Quentin Tarantino hace cine de autor. Parece, sin embargo, que no lo pretende así. Esta afirmación, acaso osada para los puristas, no tiene nada que ver ni con el uso efectivo de la banda sonora, ni con la edición como guiño al templo personal, ni a la estructuración del drama en plano americano, cosas tarantinescas si las hay. Hace cine de autor pero quiere que veamos lo contrario: envuelto en humores de cine de masas, Tarantino no quiere crear obra, sino llevarnos a ellas. La obra de Tarantino no está en la película: su autoría está en el cine. Verlo o no así no tiene, no se crea, mucha importancia; al final, un poco de humor con aderezo de violencia, saltos de trama chabacanos y música tan traída como la de Morricone hacen gozosas las casi 3 horas de proyección. Suficientes para salir de la sala con mueca satisfecha.
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