jueves, 30 de abril de 2009

Los días como hilo

 

la forma de la mañana

 

es puro cuento

 

: nada termina por creerse

 

resta confiar en que la noche

 

nos permita

 

seguir siendo

 

ingenuos

 

martes, 28 de abril de 2009

La ofensa siempre está en otro lado

 

Se dirá lo que sea, pero ofenderse porque una publicidad en España muestra a un mexicano estereotipado –sombrero de ala anchísima, máscara de luchador, chaparro– es una exageración. ¿Por qué nos ofende, al grado de ameritar regaño diplomático, una publicidad inocua, cuando nosotros mismos nos prestamos al juego de la ocurrencia? Sí, de la ocurrencia: ese malabar de la psique mexicana que consiste en trastocar el sentido común. En todos lados se ve lo mismo, estoy de acuerdo, pero ¿en todos lados se lastima tanto al gusto?

 

lunes, 27 de abril de 2009

Improbable, difícil, rarísimo: grandioso

 

Con salvedades, intento siempre anteponer el béisbol –así, a secas– al triunfo del equipo favorito. Quiero decir: siempre valdrán más en mi recuerdo y en mi goce los destellos de una jugada única, de un juego llevado de la mano de los pitchers, que el resultado a favor del equipo favorito. No quiero decir, claro, que me es indiferente el triunfo: algo de sabor a hazaña épica hay siempre en ese último out con marcador a favor. Por ello, aún respiro el ánimo festivo que me envolvió ayer cuando, tan inesperado como la felicidad, Jacoby Ellsbury se robó el home en el juego contra los Yankees, en Boston. Se entiende: el robo de home es rara avis en el catálogo de jugadas de ataque posibles en el béisbol. Es, quizás, la menos intentada, la menos exitosa, la más complicada: la más grandiosa. Correr las bases no es cosa fácil: menos, aprovecharse de una fracción de estática para aventurarse a lo imposible. Robar base requiere más, mucho más que velocidad al correr: se depende del colmillo, de la oportunidad, de ver abrirse una ventana incierta. Solo dos resultados son posibles: la gloria o el descalabro. Cualquiera que sea el resultado –la carrera anotada o el sonoro out en home–, quien pierde en esa aventura lo hace con una dosis de humillación que, seguro, debe saber amarguísima. Ayer, Ellsbury se atrevió a desafiar, con todo éxito, a la poderosísima maquinaria defensiva de los bombarderos del Bronx. Grande por partida doble, lo aplaudo.

 

jueves, 23 de abril de 2009

El entusiasmo, explicado

La posibilidad de un encuentro mayor llena, lo menos, de una emoción y una felicidad únicas: solo en presencia del placer nos encontramos y somos y nos comprendemos a nosotros mismos, creo. Necesariamente, la búsqueda inconsciente de la cotidianeidad del hedonismo nos vuelve distraídos, oblicuos: caemos en cuenta del fallo a favor cuando ya dentro de nosotros florecen, irremediablemente, la pasión, la energía, los sentimientos más impuros y más sublimes. Pasa pocas veces, y nunca son inofensivos. Pasa inesperadamente, cuando creemos todo perdido. Pasa y permanece algo, aún inexplicable, que modifica la manera que tenemos de acercarnos al mundo, al entorno, al Otro: a nosotros. La lista de eventualidades o placeres absolutamente espontáneos es forzosamente corta: únicamente la restringe eso que nos hace ser diferentes. Y eso, claro, pesa mucho. Es todo. Entre lo mío, pienso sobretodo en la validez del heavy metal, en el sabor extrañamente indispensable del café, en la euforia exquisita del vino y la cerveza, en la sencillez y-¿quién me lo hubiera dicho?- la arrogancia del couscous, en la apertura sensorial del peyote y el LSD, en la abyección y redención de la poesía (¿cuántas cosas es la poesía?), en la oscuridad del cine,…

 

Desde hace unas cuantas semanas, algo parecido me está intrigando. Algo que quizás sea. O no. No importa: si lo es, estaré adentrándome a otra etapa de (re)conocimiento, de búsqueda: de encuentro, sí, de encuentro con ese que soy yo y que aún –y, quizás, por siempre- desconozco. ¿Quién soy? No lo sé sino yo y, sin embargo, dudo… Si resulta que no, que es simplemente un vistazo, entonces habré, de cualquier forma, disfrutado ese periodo de vida. Por lo menos, el triunfo es mío. Desde hace unas cuantas semanas, la ópera se acercó a mí. Me da entrada y entro, por fin. Pero entro poco a poco y cauteloso: sé cuán rápido se extinguen los destellos de grandeza. El camino fue, lo veo ahora, sumamente natural: la música vocal me es cara desde hace años: J. S. Bach como rango mayor del genio. Me gusta escuchar, pero ¿por qué no la ópera? ¿Qué me alejaba? La respuesta no es otra que yo mismo: nada en mí me acercaba a ella y ella, claro, me cerraba las puertas. O lo merezco o no y mi esfuerzo era pobrísimo y, aún más triste, vano. Culpo también a la tragedia contemporánea que son los cantantes populares: Paul Potts, Il Divo, Andrea Bochelli o pavonadas como Domingo interpretando poemas (sic) del anterior Papa,… ¿Qué de ello es peor? No hay límite superior para la porquería. Entonces, a tientas, me acercaba por otro lado: un aria es un reducto que otorga inmunidad y cierta confianza. El salto a la obra completa no se dio sin sus bemoles. Se dio, es lo que vale. Apenas me adentro, y ya me entusiasmo todo. Apenas me adentro y no sé si la entrada ya se abrió por completo, si de veras me permiten la belleza. No sé. Hoy, escucho. Hoy, disfruto. Mucho.

 

miércoles, 8 de abril de 2009

Notas sobre el drama

 

Ayer, cuando salimos del cine después de ver “The reader” –peli ciertamente recomendable, que no excelente, acerca de una relación amorosa hilada sobre la fuerza que tienen las palabras– me di a pensar acerca del componente moderno del drama: ¿por qué el público en la sala no suspiró cuando sucedió el clímax de la película, la escena de mayor carga dramática? Ah, ya: porque no hubo explosiones, no hubo gestos marcados en los rostros de los protagonistas, no hubo música estridente. Pero, ¿y qué con eso? ¿Cuándo perdió el drama esa potencia inherente en manos de recursos válidos pero no indispensables? ¿Cuándo se torció la ruta y satisficimos nuestra hambre de emoción dramática con meras imitaciones? Y todo esto viene a cuento porque, entre el sábado y ayer, coincidí musicalmente en dos monumentos musicales, igualmente dramáticos, que llevan la emoción de maneras no necesariamente opuestas pero sí diferentes: ya Leonard Bernstein se preguntaba cómo había pirados que calificaban de undramatic a la Pasión según San Mateo de J. S. Bach, cuando la mera postración del escucha ante el suceso que definió la cultura occidental –Semana Santa como repetición- es inmensamente emocional. Pero también escuché –y vi, con la maravillosa Anna Netrebko y el mexicano Villazón- el primer acto de La traviata de G. Verdi, donde el drama, ahí sí, es todo gestos y liviandades cantadas casi a gritos y excesos y muerte y vidrios rotos. Gustóme bastante, claro. Y entre las dos, ¿qué? La telenovela mexicana debe todo a la ópera. El cine de acción, el cine de drama, el teatro moderno: el drama como muestrario de excesos. ¿En qué momento extraviamos el rumbo, insisto?