Ayer, cuando salimos del cine después de ver “The reader” –peli ciertamente recomendable, que no excelente, acerca de una relación amorosa hilada sobre la fuerza que tienen las palabras– me di a pensar acerca del componente moderno del drama: ¿por qué el público en la sala no suspiró cuando sucedió el clímax de la película, la escena de mayor carga dramática? Ah, ya: porque no hubo explosiones, no hubo gestos marcados en los rostros de los protagonistas, no hubo música estridente. Pero, ¿y qué con eso? ¿Cuándo perdió el drama esa potencia inherente en manos de recursos válidos pero no indispensables? ¿Cuándo se torció la ruta y satisficimos nuestra hambre de emoción dramática con meras imitaciones? Y todo esto viene a cuento porque, entre el sábado y ayer, coincidí musicalmente en dos monumentos musicales, igualmente dramáticos, que llevan la emoción de maneras no necesariamente opuestas pero sí diferentes: ya Leonard Bernstein se preguntaba cómo había pirados que calificaban de undramatic a la Pasión según San Mateo de J. S. Bach, cuando la mera postración del escucha ante el suceso que definió la cultura occidental –Semana Santa como repetición- es inmensamente emocional. Pero también escuché –y vi, con la maravillosa Anna Netrebko y el mexicano Villazón- el primer acto de La traviata de G. Verdi, donde el drama, ahí sí, es todo gestos y liviandades cantadas casi a gritos y excesos y muerte y vidrios rotos. Gustóme bastante, claro. Y entre las dos, ¿qué? La telenovela mexicana debe todo a la ópera. El cine de acción, el cine de drama, el teatro moderno: el drama como muestrario de excesos. ¿En qué momento extraviamos el rumbo, insisto?
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