Con salvedades, intento siempre anteponer el béisbol –así, a secas– al triunfo del equipo favorito. Quiero decir: siempre valdrán más en mi recuerdo y en mi goce los destellos de una jugada única, de un juego llevado de la mano de los pitchers, que el resultado a favor del equipo favorito. No quiero decir, claro, que me es indiferente el triunfo: algo de sabor a hazaña épica hay siempre en ese último out con marcador a favor. Por ello, aún respiro el ánimo festivo que me envolvió ayer cuando, tan inesperado como la felicidad, Jacoby Ellsbury se robó el home en el juego contra los Yankees, en Boston. Se entiende: el robo de home es rara avis en el catálogo de jugadas de ataque posibles en el béisbol. Es, quizás, la menos intentada, la menos exitosa, la más complicada: la más grandiosa. Correr las bases no es cosa fácil: menos, aprovecharse de una fracción de estática para aventurarse a lo imposible. Robar base requiere más, mucho más que velocidad al correr: se depende del colmillo, de la oportunidad, de ver abrirse una ventana incierta. Solo dos resultados son posibles: la gloria o el descalabro. Cualquiera que sea el resultado –la carrera anotada o el sonoro out en home–, quien pierde en esa aventura lo hace con una dosis de humillación que, seguro, debe saber amarguísima. Ayer, Ellsbury se atrevió a desafiar, con todo éxito, a la poderosísima maquinaria defensiva de los bombarderos del Bronx. Grande por partida doble, lo aplaudo.
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