Algo pasa con los vinos chilenos. Para el caso, siempre ha pasado. Me he recorrido ya algunos cabernet sauvignon, merlot (lejos de ser mi preferida), carmenère, no sé qué más. Ninguno me ha dejado un sabor que valga la pena recordarse. Es más: los vinos chilenos que recuerdo, los recuerdo por malos. Será, me pregunto a veces, que no he probado ese que me guste. Puede ser. Pero cada vez son menos las ganas de andar experimentando, cuando ya hay tantas cosas sabrosas al paladar, a la vista y gratísimas al recuerdo en la cava de la memoria. Mi última andanza de explorador entre los varietales chilenos fue hace muy poco: me topé con un Casillero del Diablo pinot noir 2006 (¡sí, 2006!). Pinot noir, me dije, ¿qué puede salir mal? Mucho. Ya un pinot noir de la orgullosa Bourgogne me demostró que los varietales no son cosa de franceses. Pero otro canto es cuando de satélites se trata, ¿no? En fin, que tuve muchas dudas antes de hacerme con la botella; algo creí haber escuchado – comentario negativo, por supuesto – acerca del pinot noir chileno. Mi amigo Fernando, quien cata siguiendo vías imprevisibles y riesgosas, me previno antes de otros caldos australes, iguales o más malos que el que se me venía encima. No hice gran caso, que para eso es uno cobaya. Total, que lo compré, lo descorché, lo probé. De eso, ni una semana, y ya olvidé si había gusto o regusto a algo medianamente agradable. Un vino correcto, sí, pero de esos está lleno el mercado y uno no va y paga ni 100 pesos por un vino correcto. Y ya sabemos: cada satélite con su variedad: que si en México la cabernet, que si en Argentina la malbec, que si en Estados Unidos la pinot noir, que si en Sudáfrica la pinotage, que si en Chile... ¿qué? Casi que prefiero quedarme con la duda.